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dos piedras blog: el mundo de un autor iluminado

Tucidides Gargallo 02. Mi padre la ha cascado

Recuerdo que por aquel entonces mi madre cuidaba todavía de mí. Era una mujer fuerte, hermosa, decidida, unida al agua y el fango como las raíces de un eucalipto. Llevaba grabada la vida la natural en los genes, su padre había sido biólogo molecular, su abuelo fue todo un terrateniente en el antiguo planeta Tierra y su tatarabuelo se hizo rico engordando una nueva raza de cerdos genéticamente alterados para picadillos de hamburguesa. Ella, por su parte, malvivía pellizcando de la antaño boyante herencia familiar y cargaba conmigo en una plantación de celulosa que se caía a trozos.

Cada anochecer, cuando los dos soles rompían en el horizonte, la pobre mujer volvía a casa tras el trabajo. Recuerdo que cocinaba bien, me encantaba su tortilla de patatas por que las cortaba a pedacitos minúsculos antes de pocharlas y añadir el huevo batido. Una tarde, cuando sorprendí a su hermana achicharrando las sartenes en su lugar, entendí que algo malo había pasado. Todavía no controlaba mis propios mocos, todavía era incapaz de atar los cordones de los zapatos, pero supe al instante que mi madre había muerto. Aquella noche no probé bocado, fui incapaz de conciliar el sueño (mas afectado por el trauma que por la emoción del momento) y pasé mi primera velada con el rostro reflejado en la ventana: Fuera, solapado por la oscuridad, el viento azotaba la tundra y los brotes de césped chillaban como el centrifugado de una lavadora. El universo entero asomaba a mis pies y yo buscaba en vano un huequecito al que aferrarme, una luz con nombre y apellidos en aquel vasto firmamento repleto de estrellas tan brillantes, tan sobrecogedoras, que quedé prendado de ellas; en concreto de una bastante juguetona que se movió en espiral descendente hasta posarse sobre el jardín, sin levantar otro ruido que el de mis latidos desbocados. “Así que eso es una lanzadera espacial”, pensé, “¿será la muerte quien la conduce? ¿Se llevará a mi madre con ella?”

Contuve la respiración mientras se abrieron las compuertas del armatoste metálico y un individuo alto asomó por ellas. Iba vestido totalmente de negro, su cabello era blanco como la tiza, su rostro (inexpresivo como una pared de ladrillos) también, pero una cicatriz horripilante que brotaba en la ceja izquierda y moría en la mejilla derecha le otorgaba un matiz cadavérico. Tan sólo diez o doce metros nos separaban y era virtualmente imposible descubrir mi aventajada posición de espía, pero un escalofrío terrorífico recorrió mi sinapsis cuando el desconocido levantó la vista hacia la ventana: Su ojo izquierdo, atravesado  por la cicatriz, brilló con luz amarillenta, así que me oculté de golpe entre las sábanas. Alguien cerró la puerta de la calle con un portazo. Después de esto siguió un silencio sepulcral y eterno, una conversación ahogada por las paredes que poco a poco va subiendo de tono, gritos, golpes encima de la mesa del comedor y finalmente el llanto ahogado de mi tía acompañado por lo que parecen ser suspiros de compasión y palmaditas en la espalda. “¿Qué está pasando ahí abajo?”, Pensé, “¿quién es ese hombre tan terrorífico?

Una voz cavernosa asomó por el pasillo conforme giraba la cerradura de mi habitáculo.

-                           No te hagas el dormido, Víctor, acabo de ver como husmeabas por la ventana. ¿Nadie te ha dicho que es de mala educación espiar a los desconocidos?

Yo permanecí callado en mi sitio, tan apabullado por la extrañísima figura que saltaron chispas de la almohada. Él, por su parte, se aposentó con cuidado a mi regazo.

-                           Supongo que no. – Continuó el desconocido mirando fijamente con su ojo iluminado - Supongo que tampoco te han contado lo que ha pasado hoy pero a estas alturas lo sabes muy bien, ¿me equivoco? En eso te pareces a mí, los dos sabemos sumar dos y dos. Nos adelantamos a los acontecimientos. Conserva eso, será siempre una ventaja: Conserva siempre la calma fría, planifica bien tus movimientos, vigila bien tus espaldas y guarda siempre un as en la manga para sorprender a tus enemigos en el momento más oportuno. La capacidad de organización, la visión de conjunto, es nuestra pequeña trampa al destino. No lo olvides.

Bien, como he dicho apenas tenía cuatro años cuando escuché esto, así que irremisiblemente me perdí al principio de la perorata. Si he logrado transcribirla debidamente es gracias a los ejercicios nemotécnicos que he aprendido recientemente, pero sobretodo en orden a un afán por clarificarlo todo, por explicar los acontecimientos sin ningún tipo de rodeos. Aunque la historia que pretendo narrar empezó 24 años mas tarde cada vez estoy mas seguro de que sus implicaciones se remontan bien lejos: Es necesario delimitar cual es la opinión que me merece mi padre para comprender cómo pude obrar según sus consejos cuando llegó la hora. Por que aquel espantoso desconocido, muy a mi pesar, era él, mi padre, cicatriz en ristre, cara de pocos amigos, pero mi padre al fin y al cabo. Permaneció en casa durante cuatro o cinco días mas y preparó todos los detalles del funeral, ahí terminó todo.

La siguiente ocasión que lo tuve cerca ya no pude verlo con vida. Su cadáver flotaba ante mí como un trozo de carne colgado antinaturalmente. En la sala del velatorio sólo estábamos nosotros dos, él y yo, pues había sido hombre de pocos amigos y nadie, ni la familia de mi madre, sabía algo sobre los suyos. Fue un hombre misterioso, apasionante, absorbente, que me hacía sentir raro; llevaba la vida entera planeando encuentros con él y justo cuando disponía de todo el tiempo del mundo para expresar mis sentimientos, para establecer contacto con su hermética personalidad, era demasiado tarde. Cierto es que podía gritarle al cadáver, pero esas cosas sólo suceden en las películas antiguas, nadie en su sano juicio entabla conversación con un difunto en cuerpo presente y yo no quería que los responsables de la funeraria me tomasen por loco, así que decidí centrarme en escrutar su rostro para buscar (con escaso éxito) algún punto en común que nos uniese. Por desgracia fui incapaz de reconocerme en esa cabeza larguirucha y demacrada, tan blanquecina y cenicienta que a duras penas dejaba entrever las arrugas. El trabajo de los embalsamadores resultaba encomiable, no cabe duda de ello, pero el cutis liso y poco cincelado de mi padre, adherido a la calavera de forma empobrecida, contrastaba con unas manos llenas de cicatrices y arañazos. ¿A qué se había dedicado este hombre? Su único legado había sido un revolver láser bastante anticuado y dos o tres baúles minimizados en un contenedor de bolsillo repletos de ropa cósmica y cachivaches que todavía no había examinado con detenimiento.

Por lo demás, de la enorme figura que recordaba cuando era niño poco quedaba ya. No era ni tan imponente ni tan alto, ni parecía tan amenazador ahí postrado, completamente inmóvil hasta la hora del crematorio.

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